Estados Unidos acababa de pagar US$7,2 millones al gobierno imperial de Rusia por el territorio de Alaska, una inmensidad desolada que no parecía tener mayor utilidad económica.
Los críticos se burlaban de la "locura de Seward", como llamaban a la compra de Alaska, asociándola con el Secretario de Estado, William Seward, el funcionario que había promovido la transacción.
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